Terminé de leerla hace una semana, o quizás más. Unos días más. La expectativa era muy grande. Dostoievsky la catalogó como una obra de arte. Al menos eso decía el prólogo. La expectativa fue tan grande que la realidad apenas si la orilló; ocurre siempre: la idealización ensombrece lo real. Lo cierto es que al terminar de leer la extensa novela me quedó un regusto extraño, podría decir que agridulce. Esperaba más. Pero, por otra parte ¡qué bien escrita! Limpia, clara, consistente. Pasaron los días y no la olvidé sino al contrario: rememoré imágenes, fragmentos, diálogos. Los personajes cobraron vida en mi memoria y empezaron a engarzarse como piezas de relojería en fragmentos que fluían y se interrumpían para desplegarse como ramas de un árbol de denso y profundo follaje. Extraño. En el escenario de mi memoria la novela tomó forma y la expectativa se deshizo en una realidad nueva que me permitió saborearla. El regusto agridulce devino en la placidez de una satisfacción creciente. Sin duda que es extraño, he disfrutado muchas novelas, pero nunca florecieron luego de haberlas guardado en el estante de la biblioteca. Con esta fue diferente: germinó en el silencio que se abre después del fin, y recorrí los bosques, el frío, la nieve, el reverdecer de la primavera, los campos, observé hombre y mujeres obrando sus penurias, sus contradicciones, transitando la dicha y el dolor del amor, sus ilusiones, fracasos, logros y mezquindades. Me conmovió un parto. El dolor y el grito de un parto que alumbró una vida. Y padecí el insaciable deseo de vivir una plenitud amorosa que solo alimentó el agobio de la frustración hasta cegar la propia vida. Sentí tristeza y compasión por su suicidio. Ana Karenina es solo un título, el nombre de un personaje entre los muchos que entretejen una historia, como las piezas de una obra de relojería que entre sonidos y compases se articulan para organizar un mundo.
